jueves, mayo 13

Kent

El sol de las dos de la tarde se reflejaba en su piel, entre los rizados cabellos que anidaban en su oscuro pecho. Los ojos comidos por el sol, la mano extendida hacia el cielo. El pantalón raído, a media nalga, y su intocable ausencia. La gente cruzando de la 12 a la H, de la H a la NY. Mares de personajes que caminan con diversas intenciones. Y Kent ahí. Dicen que ha tenido una ruda travesía, que sus delgados músculos están hechos de pasos, hielo y viento. Que su estática lo hará evaporarse cualquiera de estos días, dejando una estela de olor a rosas en todo aquello que haya tocado. Habla poco, siente demasiado. Escucha, canturrea, señala al sol con su mano como guía.

Una vez pude robarle una mirada. Entonces, con su mano libre, rozó mi mejilla y cerró los ojos. Darío me arrastró de ahí y me hizo lavar la cara con un jabón corrosivo. Ese día descubrí que los ojos de Kent estaban llenos de gaviotas que revoloteaban a la altura de mi piso. En pleno noviembre, cuando los gélidos vientos entrelazaban el hielo con el cabello, en una ciudad muy lejos del mar. “Se acerca, se acerca” ladró Mark en la mañana. Y desde entonces mi mejilla huele a rosas.


(De Pazzi, mis primeras viñetas)

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